Un día en mi mundo al revés

 

Suena el despertador. Estiro el brazo en un gesto automático y remoloneo por unos minutos más. Enseguida mis pensamientos se concentran en lo mismo que me desveló en la madrugada: hoy tengo una cita importante. Me han llamado para una entrevista de trabajo. No es que sea nada excepcional; en los últimos meses he hecho de media una a la semana, pero nunca pierdo ni la esperanza ni los nervios. Esta oferta pinta muy bien, y me encaja como anillo al dedo.

Lo aparco a un lado y me sumerjo en la rutina de cada día: despertar a los niños, vestirlos, el desayuno, cepillaos los dientes, las mochilas, venga que vamos tarde, dadme un beso. Tras dejarlos en el colegio y recordar a mamá que hoy tendrá que ir ella a recogerlos, regreso a casa para arreglarme.

Me preparo con especial atención frente al espejo. Elijo cuidadosamente mi vestuario, me lo voy poniendo como en un ritual, despacio, examinando cada prenda. Observo por última vez cómo me queda el traje. Me preocupa haber engordado un poco en los últimos tiempos. Compruebo que aún me asienta bien, y el tono gris marengo disimula alguna curva más pronunciada de la cuenta. Eso me sosiega: sé bien que dar una buena imagen es algo primordial. Mi currículum es bueno pero tengo la certeza de que, si les gusto, me cogerán.

Tomo el tren que me llevará a la capital. Voy preparando la entrevista, una vez más. Al llegar a la estación confirmo que me sobra tiempo, de modo que decido caminar; el paseo templará mis nervios. De camino alguien me silba. Se asoman desde un coche y gritan algo sobre mi aspecto. Quizá debería sentirme bien, porque eso es precisamente lo que quiero que piensen en ese trabajo, pero no lo hago. Siento la misma conocida incomodidad de siempre. Llego a la dirección indicada y compruebo con alivio que el nombre de la empresa aparece grabado en un letrero en el portal. Un chico joven me abre la puerta, me indica un asiento junto a otros candidatos y me acomodo para esperar. Ya estoy; ahora sólo tengo que demostrarles que no encontrarán a nadie mejor que yo.

Han pasado tres cuartos de hora. Sólo quedamos una chica y yo. Es guapa y parece agradable, y eso no me beneficia en absoluto. Quizá ella piense lo mismo de mí. Nos miramos de reojo de vez en cuando sin llegar a entablar conversación: ni una sola pista al adversario, puede que la cosa esté entre ella o yo. Entonces me llaman; una señora muy elegante me hace pasar a una sala de juntas y me encuentro de frente con los jueces que decidirán mi futuro. Me hacen preguntas de todo tipo: sobre la carrera, sobre algunos de los cursos que he realizado en todo este tiempo de desempleo, sobre mi estancia en Londres de la época universitaria. Uno de ellos comienza a hablarme en inglés sin previo aviso. Me defiendo bien, no en vano veo todas mis series favoritas en versión original y mantengo el contacto con mis amigos de Inglaterra. Todo va sobre ruedas. Me muestro humilde pero con seguridad y noto cómo asienten con cada una de mis respuestas, lo que me infunde ánimos. Entonces presiento que las cosas se complican: llegamos al terreno personal, mi talón de Aquiles. Ya no soy demasiado joven y quieren saber si tengo hijos o si pienso tenerlos en un futuro próximo. Confieso que tengo dos hijos pequeños, de cuatro y seis años. No, no tengo pareja, los cuido solamente yo. Sí, son mi prioridad, admito. La situación se me hace violenta y pierdo la confianza acumulada. No atino muy bien con las últimas preguntas, me siento torpe y vacilante. La entrevista finaliza y me agradecen mi tiempo a la vez que pronuncian esa conocida frase de que me llamarán. Cómo odio esa frase. La odio porque no suele ser cierta, porque infunde innecesariamente unas expectativas que no piensan cumplir. Porque te quedas pendiente del teléfono días, semanas, hasta que asumes que no lo harán. Pero quién sabe. Me digo que lo he hecho fenomenal, aunque una voz interior se empeña en contradecirme, sospechando que la decisión estaba tomada desde antes de que saliera por la puerta.

Aun así, me recuerdo que debo pensar en positivo. Imagino cómo cambiarán las cosas si consigo el trabajo. Podré alquilar un piso para los tres y nos vendremos a vivir a la capital. Saldremos de casa de mi madre, que ya se queda demasiado pequeña. No la tendré tan cerca, tendré que apañarme sin su ayuda y supondrá muchos cambios, pero todo será para mejor. Los niños y yo lo necesitamos. Sigo soñando. Me irá bien en la empresa, ascenderé. Trabajaré mucho, pero también ganaré lo suficiente. Podré darles lo mejor a mis hijos.

La vibración del móvil me saca de mis ensoñaciones. Es mi madre, quiere saber qué tal me ha ido la entrevista. «Creo que muy bien», miento. Percibo cómo sonríe del otro lado. Le pregunto por los niños. «Están perfectamente, acabo de recogerlos y vamos de vuelta a casa», me tranquiliza. Paro en un restaurante de comida rápida y mientras mastico mecánicamente un sándwich vegetal la imagen mental de mi madre con los niños me recuerda que a Marcos el uniforme del cole se le está quedando pequeño. Y Violeta necesita unas zapatillas de deporte nuevas. Decido aprovechar mi estancia en la capital para hacer algunas compras. Aquí siempre se encuentran mejores precios.

 

Doy con todo lo que buscaba en un centro comercial y hago cola en la caja. Es época de rebajas y me he hecho con verdaderas gangas. Incluso me he permitido algún pequeño capricho para mí. Paso la tarjeta, pero algo falla. La dependienta me observa escrupulosamente. No puede evitar fruncir el ceño al repasarme con la mirada y yo me siento en mitad de un juicio cuyo veredicto no me es favorable; finalmente consiente en volver a pasarla con aire de arrogancia. Da error de nuevo. Una tercera vez, y la cola se alarga tras de mí. Ya no es ella la única que me mira impaciente. Me retiro sintiendo cómo el derrotismo se apodera de mí. Suelto las prendas y llamo a mi ex. No me coge el teléfono, pero tengo un buen cabreo. En esta ocasión no lo voy a dejar pasar. Marco el número de nuevo. Una vez, otra. Sé que si actúo así, temerá que les haya ocurrido algo a los niños y acabará cogiéndolo. Al final se oye una voz del otro lado.

—¿Qué ocurre?

—No me has pasado la pensión.

—No he tenido tiempo…

—Acabo de pasar la tarjeta y no hay fondos.

—Oye, a mí tampoco me sobra, ya lo sabes.

—Estás incumpliendo el acuerdo. Ingrésalo hoy mismo o daré parte al juez.

Oigo un bufido del otro lado.

—Mañana me paso por el banco antes de ir al trabajo.

Ha colgado. Probablemente será pasado mañana, o el otro. Con casi toda seguridad, será solamente una parte de lo acordado.

Tengo un nudo en el estómago y las lágrimas pugnan por salir de mis ojos, pero me niego a sucumbir. Salgo a la calle para que me dé el aire y al consultar el reloj compruebo que ya es hora de irme. Suspiro. De todas formas no tengo nada más que hacer aquí.

Estoy lejos de la estación. Me meto en la primera parada de metro que encuentro. Es la hora de salida del trabajo y la línea uno va hasta arriba de gente. Me agarro a una asidera lateral mientras con la otra mano me coloco la cartera sobre el pecho. En ella llevo una copia de todos los títulos obtenidos en cursos, congresos y academias. Me pongo mi música favorita en el smartphone y me evado de las preocupaciones, de todo lo que sucede a mi alrededor. De repente algo me hace regresar: siento un roce muy desagradable en el trasero. No parece en absoluto casual. Me doy la vuelta pero no veo ningún rostro, tan sólo varias espaldas desconocidas. Con frustración, me hago paso para cambiarme de lugar.

Bajo del metro y me apresuro hacia la terminal deslizándome a duras penas entre la multitud pero cuando llego veo que el tren acaba de salir. «Joder», mascullo, y una señora mayor me mira con desaprobación.

Para cuando llego a mi ciudad ya ha oscurecido. Es otoño y comienza a refrescar. Me ajusto bien la chaqueta y camino con paso ligero, pero los pies me aprietan en estos zapatos de punta estrecha. Malditos gurús de la moda.

Quedan veinte minutos hasta casa y tengo los pies cada vez más doloridos. La tensión de todo el día y el encontronazo con mi ex han pasado factura en el cansancio y ahora no me siento en absoluto optimista. Además, necesito ir a un baño de forma imperiosa. Veo un bar y decido parar. Al entrar, pido un gin tonic sin pensármelo. Al carajo, me lo merezco. Tras desahogarme en el baño, me acomodo en la barra, doy un sorbo y lo paladeo con satisfacción. En verdad hacía mucho que no me lo permitía. Entonces la sensación placentera desaparece y es sustituida por esa otra tan recurrente, de un malestar indefinible. No me hace falta girarme; sé que todas las miradas se clavan en mí. Las ignoro y me centro en mi copa: no me van a aguar mi único momento de relax. Los pensamientos vagan de nuevo durante unos minutos, hasta que un sentimiento de culpa me invade: los niños se irán pronto a la cama y hoy apenas los he visto. Además, mamá ya está mayor para encargarse también del baño. Apuro el último trago y pido la cuenta. «La copa está pagada», el camarero señala hacia una mesa donde unos dientes blancos me sonríen y un ojo hace un guiño con descaro. Asiento con la cabeza y salgo de allí sin pronunciar palabra.

Al fin. Giro la llave y entro en casa. Cuatro bracitos vienen a rodearme entre gritos de alegría. Noto cómo todas las preocupaciones me abandonan y me siento feliz arropado en su amor. No hay nada en el mundo que no haría por ellos. Mi madre se acerca desde el salón. «¡Ya ha llegado papá!», corean al unísono Violeta y Marcos.

 

 

Susana Martín Gijón 

 

1º Premio del “I Certamen de Relato Breve, Mujer e Igualdad” del Círculo de Bellas Artes de Tenerife

 

Entrega de Premios del I Certamen Relato Corto Mujer e Igualdad del Círculo de Bellas Artes de Tenerife

LEAVE A REPLY

Please enter your comment!
Please enter your name here